Cuento de fin de año.

Era evidente, don Mario no quería pagarle su aguinaldo. Desde el día 20 de diciembre esperaba con ansia los 8 mil pesos que en los últimos 3 años le entregaba sin ningún incremento. Los necesitaba para comprar algo de ropa a sus dos hijos e ir dar un paseo en la Navidad. Pero no.

El día 24 llegó con una botella de sidra y otra de ron corriente. Hizo el corte de lo facturado en la semana y se guardó íntegramente el dinero. Esta vez, ni lo de la renta del local ni el servicio de luz y gas le dejó. Simplemente le dio un abrazo y le dijo: Feliz Navidad, Flor. Así nada más, sin darle oportunidad a réplica alguna.

Ese día, como todos los demás, abordó el autobús que la llevaba cerca de su casa. Las lágrimas pugnaban por salir y su garganta contenía el llanto. Afortunadamente había apartado 3 chuletas de res con el carnicero y con eso aseguró la cena. El desánimo, el coraje y la impotencia se apoderaron de su ser y se preguntó qué había hecho mal para que don Mario se portara así con ella.

Recordaba cuando hace 5 años le propuso trabajar en esa sucursal de su cadena de tintorerías por la ciudad. Tenía más de una docena bien ubicadas y acreditadas en la ciudad pero esta no dejaba utilidades. Aunque estaba en una colonia de clase media y cerca de la universidad pública, los diferentes encargados no lograban a veces ni completar la nómina. ¡Todos los empleados roban! Decía entre dientes don Mario y se mesaba los hirsutos cabellos de su melena.

Flor había llegado a trabajar a la tintorería sin conocer el oficio. Cómo eliminar las manchas de sangre, de vino tinto, de tinta negra en las camisas de vestir o lavar los vestidos con aplicaciones, entre otras habilidades, era todo un arte. Y otro arte más delicado era saber sortear los reclamos de clientes tramposos, que argüían cualquier desperfecto en la ropa que ellos ya conocían de antemano por el desgaste natural y exigían reparar por entero el daño. Y aunque don Mario no era un lince con los números, sabía lo suficiente para advertir el faltante de dinero.
Por esas habilidades aprendidas muy rápido un día le dijo: “aunque apenas empezaste a trabajar conmigo, te voy a subir el sueldo y encargar la sucursal universitaria”, como así le decía a esa sucursal de su cadena.

A la tercera semana Flor empezó a dar resultados. Llegaba desde las 9 de la mañana y se retiraba a las 8 de la noche de lunes a sábado y no cerraba ni para ir a comer. En medio año la sucursal estaba entre las primeras 5 de mayor venta y su patrón año con año incrementaba en mil pesos el monto de su aguinaldo. En su cumpleaños le regalaba alguna prenda de buena calidad y un buen perfume. Todo parecía ir bien pero en los últimos tres años la conducta de él se había tornado hosca, gruñona.

Aunque Flor conservaba mucho de su belleza juvenil y no obstante ser madre soltera, don Mario nunca le hizo la menor insinuación. Y aunque entre los clientes no le faltaban galanes, ella nunca les permitió trato alguno más allá de la relación comercial. Por este lado, Flor no se explicaba la conducta de su empleador. Tampoco por la falta de resultados.

El último día del año, la escena se repitió. Don Mario sólo hizo el arqueo automático de la caja, contó el dinero y salió corriendo del local gritando: ¡Feliz Año! Ni abrazo, ni sidra, ni dinero, ni nada. Rápidamente se había subido a su coche y se perdió en la inmensa marea de vehículos que circulaban por la avenida. Tecleó el número de su celular y el sistema la mandaba a buzón. Ensayó por mensajería y whatsapp con nulos resultados. Ni para reclamarle, se dijo a sí misma, enojada.

Inmediatamente sus ojos se pusieron acuosos y un fuerte dolor de cabeza la aquejó como secuela de la mohína y la frustración. En el camino a su casa quería emitir un grito dantesco y casi animal que rompiera las moléculas del aire que respiraba. Pero el recuerdo de sus hijos, que la esperaban con amor, la contuvo.

Cuando llegó a su casa la esperaba su comadre Lucha, que trabajaba en una panadería. Era su vecina y tenía aproximadamente la misma edad. Madre soltera de tres hijos. Víctima también de la esclavitud moderna para aquellas personas carentes de una profesión o de un oficio que las hiciera independientes. La sorprendió que no la saludara y adivinara lo que había pasado. El miserable de tu patrón no te dio aguinaldo, ¿verdad? Le dijo a bocajarro. Y Flor la abrazó llorando. Después de unos segundos, su comadre la apartó de sus brazos y le dijo: hoy vamos a dejar de ser pendejas amiga. Vamos a dejar de quejarnos y de condolernos. Tú sabes lavar ropa. Yo sé hacer pan. Como otras veces henos platicado, tu patrón como el mío no han hecho nada en la vida, heredaron el oficio y los negocios de sus padres, pero nosotras, nosotras somos más chingonas. Nosotras aprendimos por hambre este trabajo y yo, ya decidí no presentarme a trabajar pasado mañana. Tú haz lo mismo, pon tu tintorería.

Flor ya lo había pensado pero nunca había tenido el valor de hacerlo. Le faltaba coraje. Pero esa noche el coraje afloró impetuosamente. Estaba cenando con sus hijos y se había tomado dos caballitos de tequila con su comadre y cómplice de aventuras como esta. Con sus pequeños ahorros cada una abrió su negocio. Sabían trabajar e iban creciendo. Calculaba que en 5 o 6 años sería la principal competidora de don Mario. Se dijo que a veces era necesaria una humillación, como la de don Mario, para que surgiera lo mejor de uno mismo. No cabe duda que lo pendeja se quita a chingadazos le dijo a su comadre y se sirvió el tercer tequila.

Carlos Paz Rosas.

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