El 24 de marzo a las 13:15 horas Benito discutía con su vecino Felipe por un lindero de sus terrenos en Tlatempa. El asunto no era mayor en términos de metros cuadrados; lo era por la derivación del canal que surtía el agua que bajaba de la cañada para irrigar los terrenos del pueblo. Los suyos eran los que estaban al pie del cerro y aunque una pequeña jornada de excavación hubiera remediado el asunto, el orgullo de los dos campesinos impedía el arreglo.
Los dos eran hombres fuertes y rondaban cerca de los 30 años. Casados, campesinos y con varios hijos. Rudos, de pocas palabras y con una piel surcada por los efectos del sol y la lluvia. De momento, Felipe saca el machete de su cinto y se lanza contra Benito quien de un salto apenas logra eludir el golpe. Rueda por el suelo y de un brinco sobre su burro alcanza a sacar el suyo, que es más corto y con el mango hecho de la misma hoja de acero. Felipe sabe que lleva ventaja pues el suyo es más largo y filoso, con mago de madera. Lleva la ventaja de la sorpresa y con mejor equilibrio. Lanza uno, dos, tres… más golpes de izquierda a derecha y derecha a izquierda mientras Benito difícilmente detiene cada golpe con su machete….de momento la hoja de su rival se desliza sobre la suya y logra hacer un corte transversal sobre su mano derecha fracturando sus huesos carpianos mientras un chisguete de sangre brota a raudales salpicando sus ojos y su pecho. Cae al suelo mojando la tierra con su hemorragia. Felipe se lanza a rematarlo pero no sabe que Benito es ambidiestro y con su mano izquierda logra golpear la espinilla de su rival quien, sin fuerza en las piernas, cae de rodillas recibiendo casi al instante otro machetazo en un costado de su torso que alcanza a dañar su riñón derecho, dejándolo aullando y revolcándose de dolor entre los surcos de su parcela.
Los dos hijos de Felipe se lanzan contra él llenos de furia pero los contiene la escopeta con la cual el hijo menor de Benito los encañona. Ayuda a su padre a trepar al burro y les pide a los otros que se retiren so pena de llevarse clavados unos perdigones en el estómago. Obedecen. El hijo mayor de Felipe carga a su padre sobre su espalda después de hacer una venda sobre el torso musculoso de su padre. Lo llevan a su casa donde exactamente a las 15 horas muere dolorosamente.
Benito huye auxiliado por su hijo mayor y en un poblado del otro lado del volcán lo curan inmovilizado su mano con cartones de huevo a los cuales han remojado con la clara para poder moldear una férula.
Durante 9 meses, flaco y hambriento, Benito ha estado escondiéndose de los parientes de Felipe. De la policía no se preocupa. Sabe que no vale la pena invertir esfuerzos para esclarecer el homicidio de un campesino tan pobre como él. Pero conoce a sus paisanos y sabe que su rencor y deseos de lavar el agravio, son infinitos.
Ha recuperado parcialmente la movilidad de su mano derecha pero en las noches los dolores son infinitos. Sobre todo en esta comunidad que está en la parte más alta del volcán, tremendamente fría y en donde solo llegan taladores que viven en campamentos móviles destruyendo los bosques de coníferas. Hombres rudos equipados con sierras y hachas, pero también siempre armados con rifles y escopetas para enfrentar a los inspectores forestales. Son campamentos y pueblos sin ley.
Hoy es Nochebuena y no puede dormir. Sobarse con alcohol, marihuana y cebolla no mitiga su dolor. Sueña pesadillas. Sueña que Felipe, pese a sus heridas lo persigue incansablemente aún después de muerto, suspendido a 30 centímetros del suelo. Sueña que lo alcanza y con su machete sin filo le corta transversalmente la mano. El dolor es intenso y a pesar de la baja temperatura donde está asentado el campamento, suda copiosamente. En su delirio también participan los hijos de Felipe, quienes lo atrapan y extienden su brazo sobre una piedra ancha y con una más pequeña machacan su mano una y otra vez, cada vez con más fuerza pues para asombro de todos, su mano no se destruye, sólo el crujir de sus huesos rotos son parte del dolor que quiebra en mil pedazos su ánimo.
Se encomienda a la Virgen de Guadalupe y le suplica que le ayude. Todas las noches le reza con infinita devoción. Cada día selecciona las flores más frescas y llamativas para colocarlas en el improvisado altar del campamento. Para ella no escatima cuidados, ni a su imagen ni su altar. Lo limpia y está pendiente de que nunca le falten sus flores ni veladoras. Y en cada misa a la que esporádicamente acude un sacerdote, le reza con devoción.
De momento, cuando los hijos de Felipe lo están golpeando, sueña que la Virgen desciende del cielo. Su presencia hace que todos los demonios huyan. Con infinito amor y delicadeza, lava sus manos solo con agua tibia. Las seca con su níveo manto y el dolor desaparece. Despierta a 0 horas del 25 de diciembre. No siente dolor alguno. No lo cree. Cierra el puño una y otra vez. Su dedos han recuperado la fuerza de hace 9 meses. Se levanta del lecho y carga el pesado garrafón de agua. Sale de la tienda y empuña el hacha. Corta 3, 4, 5…una docena de troncos. Llora de alegría pues su mano ya no le duele y nunca más le dolerá. La Navidad sí existe, pensó. Y por supuesto, la Virgen.
Carlos Paz Rosas.